Experiencias desde el Corazón
La naturaleza te habla: sabes leer sus mensajes?
Beatriz Calvo Villoria
Periodista especializada en ecología y espiritualidad
Hubo un tiempo en que el ser humano poseía la capacidad de leer los versos más prodigiosos y hermosos que se han escrito nunca, versos existenciales diseminados por todo el universo, donde suceden las obras de la naturaleza. Signos, ecos visuales, sonoros, símbolos escritos en el horizonte y en el corazón de quien se abría a recibirlos.
El asombro, esa cualidad de la inteligencia que sucumbe ante la belleza de un mensaje de la naturaleza y se convierte en una pregunta sobre la maravilla, permitía a los pueblos originarios, naturalmente contemplativos, alcanzar la visión real de un cosmos conforme a una ley basada en la armonía entre las partes y el todo.
Sabían leer el gran libro de la naturaleza, que era, en algunas cosmovisiones, una diosa poderosa que tanto amamanta a sus hijos con la abundancia de sus frutos como los destruye cuando suelta la lava de un volcán. A veces «cruel» como una gata que, al tener demasiada camada, come a sus propias criaturas, a veces tan tierna como la yema de un almendro en flor encarnecido.
La naturaleza es benéfica cuando su lluvia fertiliza y es terrible cuando lo anega todo en cenizas tras un incendio provocado por un rayo. Su enseñanza suprema es revelarnos que en esa naturaleza dual de creación y destrucción hay un eje que armoniza los opuestos, que une el cielo y la tierra, el espíritu y la materia.
Es posible vivir conscientes en medio de esta paradoja divina, porque la naturaleza no está muda. Tiene significado y sentido, es un lenguaje vivo y espejo del espíritu que podemos recuperar si cambiamos nuestra mirada.
Me gustaría dejar aquí unas pinceladas de esa sabiduría que permite a algunos pueblos llevar una vida buena, aprendiendo a cada instante a leer y ejecutar sus enseñanzas. Transmitir que para poder ver hay que apaciguar el estrépito de nuestra mente acelerada e hiperestimulada.
Aprender a escuchar sus mensajes
Hay que adentrarse en la naturaleza en el silencio del que peregrina hacia su centro y soltar los relatos agitados que se vuelcan hacia el pasado o hacia el futuro, abrir ese tiempo eterno del presente en el que un tumultuoso arroyo de montaña puede dejarnos ver la fuerza del cielo cuando se derrama para fecundar la tierra entera.
Contemplar la naturaleza es devolver la dimensión sagrada a la sabiduría de la tierra y aprender a escucharla. Una sabiduría que se expande como un libro abierto en la infinitud de un mar todo horizonte y despeja en el corazón de quien la contempla la incógnita de la infinitud que somos, que explica sin palabras el anhelo que toda alma lleva en su interior de ser plena, inabarcable, eterna.
Se trata de comprender con el cuerpo que la constancia rítmica de la ola que arriba a la orilla y la constancia rítmica del corazón para orquestar la sinfonía de nuestra vid diaria tienen una poderosa similitud.
Quizá sea porque el palpitar rítmico de la ola, del corazón de un océano, no está fuera sucediendo, sino que es mi propio corazón cósmico palpitando más allá de mi pequeña idea de quién soy yo. Solo hay un cuerpo y yo soy una de sus células.
Entre esos maestros destacan nuestros «hermanos de pie», los árboles, y por eso muchos pueblos obtenían su saber del bosque, y sabían, como ahora sabe la ciencia, que acumulan experiencia de lo vivido.
Todo es enseñanza en un bosque. La inteligencia vegetal es una escuela diaria a la que podemos acudir para obtener inspiración.
La semilla, que como nosotros brota y crece sin que se sepa cómo, es una potencia latente que se realiza cuando muere en la oscuridad de la tierra. Por eso, desde el origen de los tiempos el ser humano ha visto en ella un símbolo de su propio renacimiento espiritual.
Solo en la oscuridad de la negación de lo que no se es, llegamos a ser quienes realmente somos y este llegar a ser es circular, semilla, fruto y semilla, como los ciclos cósmicos, como la vida misma.
Son la enseñanza primordial del arraigo fundamental necesario para estar bien plantados en la tierra y alcanzar el cielo con sus ramas, tal como enseña el chikung , pues un árbol sin raíces, en su doble acepción energética y de los ancestros, cae ante cualquier viento huracanado.
Aprender, también, de su maestría en el bien común. Los ejemplares sanos llevan alimento a los más envejecidos y a los jóvenes, pues no se conciben como entes separados sino como un interser. Aprender la caridad que en la sociedad actual hemos perdido de nutrir a los más viejos, pues su memoria es única. Son las raíces con nuestro pasado y la oportunidad de ejercer el sagrado agradecimiento a los dones recibidos.
Ver más allá de lo visible
Recuperar la relación sagrada con la naturaleza requiere una segunda inocencia que haga brotar el asombro y el amor. Solo si miramos con amor el puente aparece, porque entonces esta Tierra se abre como un libro abierto, como el cuerpo de un amante al acercarte con anhelo de unión. Afinar la percepción para que el infinito se dé luz a sí mismo.
Allá donde miramos brota la enseñanza más allá de lo visible. Tras la apabullante belleza de las flores de loto, se esconde el lodo. Lo secreto, lo oscuro, la noche es también necesaria para que se exprese la belleza que nos conmueve. El lado en sombra de la montaña nos fortalece, hay un secreto en el frío y no debe ser rechazado por el desagrado primero que nos produce.
Un incendio en un bosque libera un nuevo ciclo de vida por atroces que nos parezcan las llamas. El sufrimiento por la pérdida de un amigo abre una herida en el alma por la que la luz de la comprensión pasa, produciendo cambios en la forma de entender y vivir la vida que hubieran sido imposibles sin ese dolor de la pérdida.
La desaparición paulatina de los hermanos del bosque, los árboles, de especies enteras de anfibios, de aves, precipita una cascada de consecuencias que nos afecta.
Con cada especie que se pierde, desaparece un modo de conciencia, y el oído del corazón se duele. Desaparece el gorrión, con sus saltitos infantiles y esa ligereza de pluma que alegraba la vista a quien la alzaba a los cielos. Y desaparece la golondrina, cuya llegada anunciaba esa verdad que la primavera imprime, en nuestros corazones, de que todo resucita.
Ni el gorrión ni la golondrina nos cuentan ya sus secretos. Solo si amamos protegeremos y realizaremos el sacrificio que la tierra nos demanda, una simplicidad radical que confía, erradicando el ansia que corrompe la tierra.
«Solo si amamos protegeremos y realizaremos el sacrificio que la tierra nos demanda.»
Todo fenómeno, por diminuto que sea, nace de una noche, un vacío o una matriz, madre de todo. Un grillo que estridula será, para un campesino, el aviso del tiempo de mañana y organizará las faenas de la tierra gracias a su sabio oráculo. Para un biólogo será el canto alegre que atrae a su pareja. Y para un místico será el recuerdo del misterio insondable que todo lo penetra.
El destino se va desenvolviendo ante nosotros, como se desenvuelven las estaciones, emergiendo circunstancias sucesivas como olas poderosas llenas de invierno u olas mansas como pétalos de rosa. Olas que aparecen y desaparecen, muertes y nacimientos continuos, pero desde nuestra atalaya, desde el ojo de nuestro corazón podemos entrever que es el océano el que orquesta sus idas y venidas.
Al posar, entonces, nuestra atención en el océano, en el silencio, en la matriz de la vida, una cascada de dicha y lucidez extrema nos libera de las consecuencias que siguen a las causas y nos volvemos espectadores privilegiados de su danza, tan ecuánimes como dichosos. Ante el milagro del equilibrio entre los opuestos, entre las dos orillas de nuestra doble naturaleza.
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